Es una paradoja que un político del talento y pragmatismo del Presidente Andrés Manuel López Obrador parezca tener la fijación de que, después de la estruendosa derrota que significó la pérdida de nueve de las 16 alcaldías de CDMX, deba ganar a toda costa la elección de 2024.
Por José Fonseca
Algunos analistas conjeturan que la razón del obsesivo objetivo podría ser que encontró en la capital de la República la plataforma que la permitió proyectar con eficacia y eficiencia su personal proyecto político.
Aquí, en CDMX se hizo dirigente nacional del PRD y, aunque nunca lo aceptará, sólo la benevolencia del Presidente Ernesto Zedillo forzó a que en 2000 fuera candidato perredista al gobierno del entonces Distrito Federal a pesar de que no cumplía con el requisito de residencia, aquí, desde el gobierno de la ciudad tuvo la proyección mediática que poco a poco le convirtió en una personalidad política nacional y, luego, en candidato presidencial.
Parece que el Presidente López Obrador que todo eso pudo hacerlo posible en la Ciudad de México, pero es inexplicable su obsesión de que hoy su Movimiento tiene que gobernarla, para seguir adelante con lo que ha llamado la revolución de las conciencias.
Curioso que no acepte los razonamientos de los suyos que le explican que desde 1997, cuando el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano ganó el gobierno del Distrito Federal, la amalgama de las izquierdas fue el PRD y hoy es Morena, ha gobernado a la capital de la República, sin que ello haya significado nada más que un inconveniente para los sucesivos Presidentes de la República.
Zedillo convivió civilizadamente con el ingeniero Cárdenas. Con Fox tuvo encontronazos, porque dos agujas no se pican y el populista de derecha se obcecó con el populista de izquierdas. Felipe Calderón trató con civilidad a Marcelo Ebrard, a pesar de frecuentes, digamos incidentes escandalosos. Y Peña Nieto ni se despeinó para coexistir con el perredista Miguel Ángel Mancera.
Otra razón de la obsesión presidencial por ganar a como de lugar el gobierno de CDMX podría ser el deseo de sacarse la espina que le clavó la oposición en la elección de 2021. Es que, explican quienes le conocen al Presidente López Obrador, con todo y su proclamada vocación democrática, no se le aceptar una derrota, aunque sea por la voluntad del pueblo bueno.
Es plausible que por ser como es, al ver la derrota como un rechazo de los votantes, siempre racionalizará lo ocurrido y lo atribuirá a lo que sea, menos a que los votantes legítimamente le rechazaron. Eso nunca.
La tercera explicación sería una de táctica y estrategia electoral. Sabe el Presidente que la inesperada pérdida de más de la mitad de las alcaldías y de la mayoría calificada en la Cámara de Diputados fue interpretada por los suyos y por sus adversarios como la mejor prueba de que sí es posible vencer a Morena en las urnas, a pesar del enorme poder concentrado en la Presidencia.
Otros analistas sugieren que, desde la perspectiva estratégica, para el Presidente aplastar a la oposición en Ciudad de México, una ciudad de clases medias, haría que sus adversarios se replantearan la alianza del Frente.
Es posible, no necesariamente probable que, al final del día, y a 11 meses y días del fin de su mandato aceleró su activismo político para consolidar la revolución de las conciencias con la difuminación o al menos debilitamiento de las autonomías.
Porque, desafortunadamente para la Nación, el ganar CDMX aplastando toda oposición, sería el primero de los muchos pasos que hacen falta para que terminar el desmantelamiento institucional y fortalecer la revolución de las conciencias con lo peor de sus pulsiones autoritarias.
Especulaciones politiqueras, dirá el oficialismo. Quizá, pero si desciframos el acertijo de la obsesión presidencial por CDMX quizá tendremos un atisbo de lo que la superioridad moral de los revolucionarios de las conciencias haría con todo el poder que ambicionan.